Oprimió el botón de despegue y sintió que todo su
cuerpo comenzaba a elevarse. Lentamente. Lentamente, al principio.
En pocos minutos, los ruidos y las voces conocidas
empezaron a bajar el volumen hasta perderse por completo.
Las cosas y las personas fueron disminuyendo su
tamaño hasta convertirse en hormigas y, en seguida, desaparecer.
Oliverio abrió la carpeta y anotó: "Despegue sin
problemas", "Primer tiempo de vuelo silencioso".
Un rayo de luz calentito y amarillo se coló por la
ventana.
Oliverio giró apenas la cabeza y, ante sus ojos, el
espacio infinito llenó completamente su atención.
Después de comprobar que no era oscuro, el universo
luminoso le permitió divisar los paisajes con lujo de detalles:
estrellas apagadas por la luz del día, planetoides blancos alineados
sobre un gran espejo verde.
Oliverio anotó en la carpeta: "Las luces del espacio
se meten por la ventana", "Algo verde se ve en el frente".
De pronto, el chirrido de una puerta rompió el
silencio bruscamente. Antes de reaccionar, Oliverio creyó escuchar un
sonido distorsionado diciendo: AQUIESTAELBORRADOR. Una voz lejana
metiéndose por alguna ranura de la nave en cámara lenta.
Preocupado, estiró la mano para comprobar que su
cápsula estuviera herméticamente cerrada. Y cuando volvió su mirada
hacia el frente, una nube de polvo cubría los planetoides blancos. Al
cabo de unos segundos, reaparecería la brillante superficie verde del
frente.
Oliverio escribió en su carpeta: "Los planetoides
desaparecieron tras una nube de polvo".
El tiempo se fue volviendo más lento. Más gelatinoso.
Oliverio apretó el botón para acelerar la velocidad
de su viaje y una sucesión de imágenes desfiló ante su vista como los
cuadros de una película.
Al principio, una suelta de colores desbordó de sus
pantallas de control.
Planetas con forma de manzanas y alfajores fueron
quedando atrás a su paso.
Oliverio creyó ver entre el desorden de imágenes
otros claros planetoides desparramados sobre el espejo verde del frente.
Atravesando una larga extensión cósmica, reconoció a
Esteban y a otros cinco compañeros saludándolo desde el espacio
infinito. Caminando por la inmensidad del universo. Perdidos y
sonrientes como él.
Hasta que una voz se internó como una aguja en sus
oídos.
—¡Oliverio! —sonó metálicamente.
Asustado por el extraño zumbido, Oliverio aumentó la
velocidad y por fin pudo divisar la superficie de la luna. Blanca como
la leche.
Tan nítidamente la vio ir tomando forma, que, por un
momento, tuvo la sensación de que no era él quien se acercaba a la Luna,
sino que la luna se arrimaba a él.
—¡Oliverio! ¡Oliverio! —volvió a sonar en la nave
como si alguien lo llamara desde adentro.
Decidido a no interrumpir su travesía a pesar del
miedo (porque tenía miedo), Oliverio oprimió el botón de llegada
urgentemente.
Con cierta emoción comprobó que las rueditas se
asomaban por la base de la nave.
—¡Oliverio! —sonó estruendosamente.
Y procedió al alunizaje. Tranquilo, con la suavidad
de un bostezo nocturno, para no cometer errores.
Se colocó el casco. Esperó que el motor detuviera su
marcha por completo y entonces se puso de pie.
—¡La Luna! —pensó Oliverio-. ¡La Luna!
Y la vio toda de blanco con sus cráteres
inconfundible, los banderines, los selenitas y las selenitas haciéndole
señas de bienvenida.
—¡Oliverio! —sonó casi al borde de su nariz.
Y Oliverio, maravillado, abrió la puerta y, apenas
apoyó un pie sobre la superficie, recibió sorprendido el encuentro.
—¿Me puede decir dónde estaba, señor? —preguntó la
maestra.
—-En la Luna —respondió Oliverio con toda sinceridad.
Y la boca se le quedó un poco abierta. Seguramente por los recuerdos.
—Repita lo que yo estaba explicando —dijo la maestra.
—¿Cómo? —preguntó Oliverio.
—¿Me puede decir dónde estaba "el señor" mientras yo
explicaba?
—En la Luna —aseguró Oliverio.
Y entonces la maestra agarró la carpeta y se puso a
escribir una nota a los padres.
Cuando Oliverio llegó a su casa, se sentó a comer
y...
-¿Qué tal, Oli? ¿Cómo te fue en el colegio? -le
preguntó su mamá.
—Me pusieron una mala nota por no prestar atención —
respondió.
—¡Pero qué chico! —dijo la mamá—. ¡Siempre en la
Luna! —agregó enojada. Pero se quedó dura cuando sin saber ella por qué,
Oliverio le dio un beso, un abrazo y le dijo: —No importa mamucha. Por
suerte vos me creés. |