Paí Luchí era dueño de un caballo brillante como su
diente de oro, dueño también de sus días, de un perro que parecía de
alambre y de un par de alpargatas bigotudas.
Andaba de estancia en estancia, de campito en campito, de fogón en
fogón. Cuando iba apareciendo por el fondo de alguna calle, la gente del
pueblo corría a avisar al almacén de ramos generales porque seguro,
seguro, que se armaba una contada de cuentos.
Paí Luchí era cuentero y mentiroso como él solo. Contaba sobre lluvias
que se le caían encima como mares al revés, de viajes al cielo y de
briznas de pasto que parecían postes de telégrafo.
Hasta los bigotes de sus alpargatas eran largos, que con ellos se podía
alambrar un campo.
Y cuidadito que no se le creyera. El contaba con ojitos picaros y la
gente tenía que decir "¡Aja!", como si tal cosa. Y sobre todo, no
interrumpir, señores, porque cuenteros lo que se dice cuenteros, hay
muchos, pero tan gordo o tan flaco o tan cogotudo o tan orejón como...
Así empezaba siempre y así empezamos nosotros a contar todas las cosas
que se cuentan del Paí Luchí. |