La primera pidió un vestido de brocado,
la segunda un collar de perlas y la tercera, que se llamaba Bella y era
la más gentil, le dijo a su padre: “Me bastará una rosa cortada con tus
manos”. El mercader partió y, una vez
ultimados sus asuntos, se dispuso a volver cuando una tormenta le pilló
desprevenido.
El viento soplaba gélido y su caballo avanzaba fatigosamente. Muerto de
cansancio y de frío, el mercader de improviso vio brillar una luz en
medio del bosque. A medida que se acercaba a ella, se dio cuenta de que
estaba llegando a un castillo iluminado. “Confío en que puedan ofrecerme
hospitalidad”, dijo para sí, esperanzado. Pero al llegar junto a la
entrada, se dio cuenta de que la puerta estaba entreabierta y, por más
que llamó, nadie acudió a recibirlo. Entró decidido y siguió llamando.
En el salón principal había una mesa iluminada con dos candelabros y
llena de ricos manjares dispuestos para la cena. El mercader, tras
meditarlo durante un rato, decidió sentarse a la mesa; con el hambre que
tenía consumió en breve tiempo una suculenta cena. Después, todavía
intrigado, subió al piso superior. A uno y otro lado de un pasillo
larguísimo, asomaban salones y habitaciones maravillosos. En la primera
de estas habitaciones chisporroteaba alegremente una lumbre y había una
cama mullida que invitaba al descanso.
Era tarde y el mercader se dejó
tentar; se echó sobre la cama y quedó dormido profundamente. Al
despertar por la mañana, una mano desconocida había depositado a su lado
una bandeja de plata con una cafetera humeante y fruta. El mercader
desayunó y, después de asearse un poco, bajó para darle las gracias a
quien generosamente lo había hospedado. Pero al igual que la noche
anterior, no encontró a nadie y, agitando la cabeza ante tan extraña
situación, se dirigió al jardín en busca de su caballo que había dejado
atado a un árbol, cuando un hermoso rosal atrajo su atención.
Se acordó entonces de la promesa hecha a Bella, e inclinándose cortó
una rosa. Inesperadamente, de entre la espesura del rosal, apareció una
bestia horrenda que iba vestida con un bellísimo atuendo; con voz
profunda y terrible lo amenazó:
–¡Desagradecido! Te he dado hospitalidad, has comido en mi mesa y
dormido en mi cama y, en señal de agradecimiento, ¿vas y robas mis rosas
preferidas? ¡Te mataré por tu falta de consideración!
El mercader, aterrorizado, se arrodilló temblando ante la fiera:
–¡Perdóname! ¡Perdóname la vida! Haré lo que me pidas! ¡La rosa era
para mi hija Bella, a la que prometí llevársela de mi viaje!
La bestia retiró su garra del desventurado.
–Te dejaré marchar con la condición de que me traigas a tu hija.
El mercader, asustado, prometió obedecerle y cumplir su orden. Cuando
el mercader llegó a su casa llorando, fue recibido por sus tres hijas,
pero después de haberles contado su terrorífica aventura, Bella lo
tranquilizó diciendo:
–¡Padre mío, haré cualquier cosa por ti. No debes preocuparte, podrás
mantener tu promesa y salvar así la vida! ¡Acompáñame hasta el castillo
y me quedaré en tu lugar!
El padre abrazó a su hija:
–Nunca he dudado de tu amor por mí. De momento te doy las gracias por
haberme salvado la vida. Esperemos que después…
De esta manera, Bella llegó al castillo y la Bestia la acogió de
forma inesperada: fue extrañamente gentil con ella. Bella, que al
principio había sentido miedo y horror al ver a la Bestia, poco a poco
se dio cuenta de que, a medida que el tiempo transcurría, sentía menos
repulsión. Le fue asignada la habitación más bonita del castillo y la
muchacha pasaba horas y horas bordando cerca del fuego. La Bestia,
sentada cerca de ella, la miraba en silencio durante largas veladas y,
al cabo de cierto tiempo empezó a decirles palabras amables, hasta que
Bella se apercibió sorprendida de que cada vez le gustaba más su
conversación. Los días pasaban y sus confidencias iban en aumento, hasta
que un día la Bestia osó pedirle a Bella que fuera su esposa. Bella, de
momento sorprendida, no supo qué responder. Pero no deseó ofender a
quien había sido tan gentil y, sobre todo, no podía olvidar que fue ella
precisamente quien salvó con su sacrificio la vida de su padre.
–¡No puedo aceptar!
–empezó a decirle la muchacha con voz
temblorosa–, si tanto lo deseas…
–Entiendo, entiendo. No te guardaré rencor por tu negativa.
La vida siguió como de costumbre y este incidente no tuvo mayores
consecuencias. Hasta que un día la Bestia le regaló a Bella un bonito
espejo de mágico poder.
Mirándolo, Bella podía ver a lo lejos a sus seres más queridos. Al
regalárselo, el monstruo le dijo:
–De esta manera tu soledad no será tan penosa.
Bella se pasaba horas mirando a sus familiares. Al cabo de un tiempo
se sintió inquieta, y un día la Bestia la encontró derramando lágrimas
cerca de su espejo mágico.
–¿Qué sucede?
–quiso saber el monstruo.
–¡Mi padre está muy enfermo, quizá muriéndose! ¡Oh! Desearía tanto
poderlo ver por última vez!
–¡Imposible! ¡Nunca dejarás este castillo!
–gritó fuera de sí la
Bestia, y se fue.
Al poco rato volvió y con voz grave le dijo a Bella:
–Si me prometes que a los siete días estarás de vuelta, te dejaré
marchar para que puedas ver a tu padre.
–¡Qué bueno eres conmigo! Has devuelto la felicidad a una hija devota
–le agradeció Bella, feliz.
El padre, que estaba enfermo más que nada por el desasosiego de tener
a su hija prisionera de la Bestia en su lugar, cuando la pudo abrazar,
de golpe se sintió mejor, y poco a poco se fue recuperando. Los días
transcurrían deprisa y el padre finalmente se levantó de la cama curado.
Bella era feliz y se olvidó por completo de que los siete días habían
pasado desde su promesa. Una noche se despertó sobresaltada por un sueño
terrible. Había visto a la Bestia muriéndose, respirando con estertores
en su agonía, y llamándola:
–¡Vuelve! ¡Vuelve conmigo!
Fuese por mantener la promesa que había hecho, fuese por un extraño e
inexplicable afecto que sentía por el monstruo, el caso es que decidió
marchar inmediatamente.
–¡Corre, corre caballito!
–decía mientras fustigaba al corcel por
miedo de no llegar a tiempo.
Al llegar al castillo subió la escalera y llamó. Nadie respondió;
todas las habitaciones estaban vacías. Bajó al jardín con el corazón
encogido por un extraño presentimiento. La Bestia estaba allí, reclinada
en un árbol, con los ojos cerrados, como muerta. Bella se abalanzó sobre
el monstruo abrazándolo:
–¡No te mueras! ¡No te mueras! ¡Me casaré contigo!
Tras esas palabras, aconteció un prodigio: el horrible hocico de la
Bestia se convirtió en la figura de un hermoso joven.
–¡Cuánto he esperado este momento! Una bruja maléfica me transformó
en un monstruo y sólo el amor de una joven que aceptara casarse conmigo,
tal cual era, podía devolverme mi apariencia normal.
Se celebró la boda y el joven príncipe quiso que, para conmemorar
aquel día, se cultivasen en su honor sólo rosas en el jardín. He aquí
por qué todavía hoy aquel castillo se llama “El Castillo de la Rosa”.. |