El
mayor recibió el molino, el segundo se quedó con el burro y al menor le
tocó sólo el gato. Este se lamentaba de su mísera herencia:
–Mis hermanos –decía– podrán ganarse la vida convenientemente trabajando
juntos; lo que es yo, después de comerme a mi gato y de hacerme un
manguito con su piel, me moriré de hambre.
El gato, que escuchaba estas palabras, pero se hacía el desentendido, le
dijo en tono serio y pausado:
–No debéis afligiros, mi señor, no tenéis más que proporcionarme una
bolsa y un par de botas para andar por entre los matorrales, y veréis
que vuestra herencia no es tan pobre como pensáis.
Aunque el amo del gato no abrigara sobre esto grandes ilusiones, le
había visto dar tantas muestras de agilidad para cazar ratas y ratones,
como colgarse de los pies o esconderse en la harina para hacerse el
muerto, que no desesperó de verse socorrido por él en su miseria.
Cuando el gato tuvo lo que había pedido, se colocó las botas y echándose
la bolsa al cuello, sujetó los cordones de ésta con las dos patas
delanteras, y se dirigió a un campo donde había muchos conejos. Puso
afrecho y hierbas en su saco y tendiéndose en el suelo como si estuviese
muerto, aguardó a que algún conejillo, poco conocedor aún de las
astucias de este mundo, viniera a meter su hocico en la bolsa para comer
lo que había dentro. No bien se hubo recostado, cuando se vio
satisfecho. Un atolondrado conejillo se metió en el saco y el maestro
gato, tirando los cordones, lo encerró y lo mató sin misericordia.
Muy ufano con su presa, fuese donde el rey y pidió hablar con él. Lo
hicieron subir a los aposentos de Su Majestad donde, al entrar, hizo una
gran reverencia ante el rey, y le dijo:
–He aquí, Majestad, un conejo de campo que el señor Marqués de Carabás
(era el nombre que inventó para su amo) me ha encargado obsequiaros de
su parte.
–Dile a tu amo, respondió el Rey, que le doy las gracias y que me agrada
mucho.
En otra ocasión, se ocultó en un trigal, dejando siempre su saco
abierto; y cuando en él entraron dos perdices, tiró los cordones y las
cazó a ambas. Fue en seguida a ofrendarlas al Rey, tal como había hecho
con el conejo de campo. El Rey recibió también con agrado las dos
perdices, y ordenó que le diesen de beber.
El gato continuó así durante dos o tres meses llevándole de vez en
cuando al Rey productos de caza de su amo. Un día supo que el Rey iría a
pasear a orillas del río con su hija, la más hermosa princesa del mundo,
y le dijo a su amo:
–Sí queréis seguir mi consejo, vuestra fortuna está hecha: no tenéis más
que bañaros en el río, en el sitio que os mostraré, y en seguida yo haré
lo demás.
El Marqués de Carabás hizo lo que su gato le aconsejó, sin saber de qué
serviría. Mientras se estaba bañando, el Rey pasó por ahí, y el gato se
puso a gritar con todas sus fuerzas:
–¡Socorro, socorro! ¡El señor Marqués de Carabás se está ahogando!
Al oír el grito, el Rey asomó la cabeza por la portezuela y,
reconociendo al gato que tantas veces le había llevado caza, ordenó a
sus guardias que acudieran rápidamente a socorrer al Marqués de Carabás.
En tanto que sacaban del río al pobre Marqués, el gato se acercó a la
carroza y le dijo al Rey que mientras su amo se estaba bañando, unos
ladrones se habían llevado sus ropas pese a haber gritado ¡al ladrón!
con todas sus fuerzas; el pícaro del gato las había escondido debajo de
una enorme piedra.
El Rey ordenó de inmediato a los encargados de su guardarropa que fuesen
en busca de sus más bellas vestiduras para el señor Marqués de Carabás.
El Rey le hizo mil atenciones, y como el hermoso traje que le acababan
de dar realzaba su figura, ya que era apuesto y bien formado, la hija
del Rey lo encontró muy de su agrado; bastó que el Marqués de Carabás le
dirigiera dos o tres miradas sumamente respetuosas y algo tiernas, y
ella quedó locamente enamorada. |