Un día el hijo mayor quiso ir a cortar leña. La madre
le preparó una torta de manteca y huevo de lo más rico y una bota de
vino, y él se fue al bosque tranquilamente. Cuando llegó se encontró a
un hombrecito viejo y arrugado, que lo saludó y le dijo:
–Dame un trozo de esa torta que llevas y déjame beber un trago de tu
vino, ¡tengo tanta hambre y tanta sed!
Pero el hijo mayor, muy sensato, le respondió:
–Si te doy de mi torta y de mi vino, me quedará menos para mi. ¡Así que
márchate de aquí en seguida!
Y dejando plantado al hombrecito prosiguió su camino.
Pero sucedió que, apenas empezó a trabajar, le rebotó
el hacha hiriéndole el brazo, por lo que tuvo que dejar la tarea y
volverse a casa triste y desanimado.
Entonces resolvió ir al bosque el hijo mediano. La madre le preparó
también su torta de huevo y manteca, más rica todavía, y le dio también
una buena cantidad de vino. A la entrada del bosque ya lo esperaba el
hombrecito viejo y arrugado.
–Darne un trozo de esa torta que llevas y déjame beber un trago de tu
vino, ¡tengo tanta hambre y tanta sed!
Pero también el hijo mediano, muy sensato, le respondió:
–Si te doy de lo que llevo, ¿qué voy a comer ? ¡Déjame en paz!
Y sin añadir palabra se adentró en el bosque. Pero en
cuanto hubo dado un par de hachazos a un árbol, el tercero le golpeó la
pierna. Y así, herido y maltrecho, volvió a casa a curarse.
Entonces Zonzin suplicó:
–Padre, deja que yo vaya al bosque a cortar leña. .
–¿Tú a buscar leña? –dijo el padre–. ¿No ves lo mal que les ha ido a tus
hermanos siendo mayores y más listos que tú? Vamos, déjate de historias.
Pero tanto insistió y suplicó el muchacho, que el padre, para no oírlo
más, permitió que se fuera. –Vete y déjame en paz. Allá tú.
La madre le preparó una torta de agua y harina, cocida sobre el
rescoldo, y, en lugar de vino, le puso una botella de cerveza agria.
Cuando llegó al bosque, Zonzín se encontró también al hombrecito viejo y
arrugado.
–Dame un trozo de torta y un trago de tu botella, ¡tengo tanta hambre y
tanta sed! –le suplicó el viejo.
–Con mucho gusto te daré: pero sólo llevo una torta cocida sobre las
cenizas y cerveza agria para beber. Si te parece, sentémonos y comamos
juntos.
En cuanto Zonzín abrió la canasta, se encontró con que la insípida torta
se había convertido en la más deliciosa torta de huevo y manteca que
jamás había probado, y la cerveza agria se había transformado en el vino
más dulce del mundo. Y ambos comieron y bebieron a su gusto.
Después el hombrecito dijo:
–Como has tenido buen corazón y has compartido generosamente lo que
llevabas, te quiero hacer feliz. Allá hay un árbol viejo: córtalo y en
sus raíces encontrarás algo.
Zonzín así lo hizo, y en las raíces del árbol
encontró una oca que tenía las plumas de oro fino. La tomó en sus manos
y siguió su camino hasta una posada, donde decidió pasar la noche. El
posadero tenía tres hijas, que, en cuanto vieron la oca, no pudieron
contener su curiosidad. La mayor pensó:
«En el primer descuido, le arrancaré una pluma». Así que estuvo atenta
todo el tiempo.
Cuando Zonzín se fue a dormir, la muchacha bajó a la
sala, donde había quedado la oca, y se acercó a ella. Pero justo al
tocarla con la punta de los dedos, se quedó pegada a la oca y no halló
forma de soltarse.
En esto bajó la hija mediana, también dispuesta a
apropiarse de una pluma de la oca maravillosa. Pero con sólo tocar a su
hermana, se quedó también atrapada. Entonces vieron cómo se acercaba la
hermana pequeña.
–¡No nos toques! –gritaron las dos hermanas.
Pero la pequeña pensó:
«Si ellas están, ¿por qué no puedo estar yo?»
Y al instante se vio pegada a sus hermanas. Y así se quedaron toda la
noche con la oca.