Un poco atemorizado, buscó con la
mirada un sitio abrigado donde pasar la noche, y con gran alegría vio,
no lejos del lugar donde estaba, una linda casita en cuya ventana se
veía luz. Se acercó rápidamente, y sin hacer ruido se coló por una
rendija. Se halló así en una agradable habitación, y ante un curioso
espectáculo. Un viejecito alegre y simpático trabajaba con entusiasmo
una madera que, poco a poco, iba tomando la forma de un muñeco. Al cabo
de un rato, luego de hacer algunos cortes y retoques el buen viejo, que
se llamaba Gepetto, tuvo entre sus manos un lindo muñeco de ojitos
vivaces y alegres; pero con una nariz muy larga, que le daba un cómico
aspecto.
–Eres un chico muy simpático– dijo Gepetto–. Te
llamaré Pinocho, que es un bonito nombre para ti, y que sin duda te hará
feliz.
Y muy satisfecho con su obra, y un poco cansado por
el trabajo Gepetto dio las buenas noches a Pinocho y se retiró a dormir.
El Grillo se disponía a hacer lo mismo, cuando de pronto vio que una luz
azul iluminaba la pieza. Se volvió rápidamente, y vio entrar por la
ventana a una hermosa hada: el Hada Azul, la amiga de los niños. El Hada
Azul se acercó a la mesa donde Pinocho había quedado tieso y erguido tal
cual lo dejó su padre, y lo tocó con su varita mágica.
–Ahora podrás hablar y caminar– le dijo– y si eres
bueno, algún día te convertirás en un niño verdadero.
Y después de decir esto, desapareció.
Pinocho dio un salto en su mesa y lanzó un grito de
alegría. Juan Grillo lo miraba asombrado, sin convencerse de lo que
veía. Pinocho, al verle, lo saludó alegremente: poco después, al cabo de
un rato de charla, y aun cuando Pinocho era un tanto impertinente, se
habían hecho grandes amigos.
Al día siguiente, el buen Gepetto casi se muere de
alegría al ver a su muñeco convertido en un ser animado, Desde ese
momento, lo consideró como un hijo, y decidió mandarlo a la escuela.
Compró libros, lápices y cuadernos, y un buen día partió Pinocho, aunque
sin mucha gana, camino de la escuela. Y sucedió que en el camino
encontró a un Gato ciego y a una Zorra renga que pedían limosna, y se
puso a conversar con ellos. El Gato y la Zorra eran dos pillos que
fingían sus desgracias par engañar a la gente; y al cabo de un rato,
habían convencido a Pinocho de que eso de ir a la escuela era una
tontería..
–Mira, bobo – dijeron– , es mucho más divertido el
teatro de títeres que funciona no lejos de aquí. Vete allí, que de todos
modos tu padre no se enterará, y tu lo vas a pasar bien.
Pinocho se tentó; y reflexionando que, realmente, el
colegio debía ser algo muy aburrido, se fue resuelto al teatrillo. Por
cierto que lo pasó muy bien. Tanto le gustó, que subió al tablado, se
mezcló con los títeres y divirtió a todo el mundo. Pero al cabo de un
rato, ya cansado, pensó en volver a su casa. Y entonces ocurrió que el
dueño del teatro no le permitió que se retirara. ¿Qué había pasado? Pues
que los dos pillos, el Gato y la Zorra, habían vendido a Pinocho al
dueño del teatro, como un muñeco más.
–He pagado por ti –decía furioso el dueño– y no
permitiré que te vayas. ¿Pretendes burlarte de mí?
Pinocho, desesperado, se puso a llorar, ¿Qué otra
cosa podía hacer? Estaba muy arrepentido de lo que había hecho, sobre
todo cuando pensaba en su papá, y cada vez lloraba con más fuerza. Por
fin, tantas lágrimas conmovieron al dueño dl teatro, que consintió en
que se fuera; y no sólo eso, sino que, enterado de la historia de
Pinocho, le dio cinco monedas de oro y un buen consejo.
–Llévalas a tu padre –dijo– y no dejes de obedecerle
nunca.
Pinocho secó sus lágrimas y partió alegre y feliz, de
regreso al hogar. Pero, ¡pobre muñeco! Volvió a tropezar nuevamente con
el gato y la Zorra, que, saludándolo muy amablemente, le preguntaron
adónde iba.
–Voy a casa de mi padre –dijo– a llevarle estas cinco
monedas de oro que me ha dado el titiritero.
El Gato y la Zorra se miraron con picardía.
–¿Y con sólo cinco monedas estás tan contento?
–dijeron–. Pues nosotros podemos conseguir todas las que queremos.
Pinocho abrió los ojos como platos. ¿Era verdad
aquello? Y, entre asombrado y curioso, quiso saber cómo era eso.
Entonces, entre risas y guiños disimulados, el Gato y la Zorra le
dijeron que en el País de los Búhos existía un lugar donde se podían
sembrar centavos y brotaban árboles de relucientes monedas de oro. Claro
que para llegar hasta allí era necesario caminar mucho, mucho tiempo, y
sobre todo, no volver para nada a casa de papá. Pinocho, enloquecido al
pensar que tendría mucho más dinero si sembraba las cinco monedas que le
diera el titiritero, no dudó ya. Ilusionado y feliz, dio las gracias a
los dos pillos, se despidió de ellos y partió para su largo viaje al
País de los Búhos. –A mi regreso –pensó– traeré los bolsillos llenos y
mi padre me abrazará satisfecho. Sentirá tanta alegría entonces, que no
será difícil que me perdone mi escapada.
Caminó, pues, Pinocho en la dirección que le habían
dado, y al cabo de mucho tiempo llegó al País de los Búhos. Buscó
entonces un lugar que le pareció adecuado, hizo un hoyo en la tierra y
plantó las cinco monedas. Volvió a cubrir el hoyo, regó la tierra, y muy
satisfecho se retiró a dormir porque ya era muy tarde. |