El ratón flaco vivía en una madriguera profunda, en el borde de un
campo, cerca de un gran bosque. En verano podía comer todos los
días hasta hartarse, porque en esa estación crecen plantas por
todas partes. Pero cuando venía el invierno, le costaba mucho
conseguir su comida diaria: las raíces estaban cubiertas por la
nieve y ya no había papas. Las zanahorias y los rabanitos, si
todavía quedaban algunos, eran difíciles de encontrar. El pobre
ratoncito se volvía muy delgado, tan delgado que daba pena.
El ratón gordo, en cambio, vivía muy bien. Tenía su madriguera en
un rincón del armario de la cocina, en una casa de la ciudad. El
ratón grande salía todos los días de su agujero y revolvía todo.
Se metía en los cajones, dentro del horno, subía a los armarios
y... siempre, siempre encontraba alguna cosa para comer. Hoy un
trozo de queso, mañana un terrón de azúcar, un poco de manteca o
alguna corteza de pan. Y así el ratón gordo estaba siempre
rechoncho y reluciente.
Pero como el lugar de los ratones no es precisamente el armario de
la cocina, cuando la dueña de casa lo veía, lo perseguía a
escobazos por todas partes o, peor aún, el mismísimo gato era
quien lo quería atrapar para comérselo.
El ratón tenía que andar con mucho cuidado y vigilar
continuamente, muerto de miedo, por si alguien lo veía o lo oía.
Un día, el ratón gordo salió de su casa, y se fue a pasear por las
afueras de la ciudad.
¡Nunca había ido tan lejos!
Empezaba a tener miedo y pensaba que se había perdido, cuando se
encontró ante la casa del ratoncito del campo.
—Buenos días, ratón —dijo al verlo—.
Te veo muy delgado y menudito.
¿Es posible que encuentres comida por estos campos?
¿Por qué no vienes a mi casa? Ya verás qué bien se está allí y qué
comilona tendremos.
—¿Estás seguro? — desconfió el ratoncito del campo.
—¡Huy, ya lo creo! Hoy en casa comían pollo, y seguro que
encontraremos montones de huesitos.
—¿De veras? ¡Entonces vamos en seguida! — dijo el ratón flaco.
Los dos ratones, tomados de la mano, corrieron hacia la ciudad,
llegaron a la casa, se metieron en la cocina y ¡pum! de un salto
subieron a la mesa.
—¡Qué cantidad de cosas ricas! —dijo el ratón pequeño.
Nunca, nunca había visto tantas golosinas juntas.
Los ratones corrieron de aquí para allí, por encima del mantel,
metiendo el hocico en tazas y platos.
¡Crec, crec, crec! Aquí royeron un hueso.
¡Crec, crec, crec! Allá se comieron el queso.
¡Crec, crec, crec! Se metieron en el azucarero.
Sólo se veían las colitas, moviéndose de un lado a otro.
De pronto, allí, muy cerca, se oyó un ruido:
Trip, trap, trip, trap.
—¿Qué es eso? —preguntó el ratón pequeño en voz baja.
—Debe ser la señora que viene con la escoba—contestó el ratón
gordo, asustado.
Trip, trap...
Los dos ratones se pararon en seco; uno tenía un poco de queso
entre los dientes y el otro los bigotes llenos de azúcar. No se
atrevían ni a respirar.
¡Patrip, patrap, patrip, patrap!
Ahora el ruido se oyó más fuerte.
—¡Huyamos, salvémonos! —dijo el ratón gordo—.
¡Corre, rápido a la madriguera!
Y los dos ratones, ¡pum!, saltaron al suelo y, veloces como el
viento, se metieron en la madriguera. Muy asustados, temblando
de pies a cabeza, se abrazaron...
Pasó un rato. Ya no se oía nada. El ratón gordo salió del armario.
Miró a todas partes. ¡Nada, no había nadie!
—Corre, ratoncito —dijo—. Ya podemos volver.
Pero el ratoncito delgado contestó:
—No, no quiero. Prefiero volver a mis campos. Allí nadie me
estorba cuando como. No hay amas de casa, ni gatos que me quieran
cazar. ¿Por qué no vienes a vivir conmigo, ratón gordo?
Y el ratón flaco volvió a su madriguera, que se abría al borde
de un campo y cerca de un gran bosque... y nunca, nunca más
volvió a una cocina de ciudad.