Aquella pareja de ladronzuelos les
había robado ya dos corderos y tres gallinas. Los granjeros estaban
desesperados. ¡No sabían qué hacer para cazarlos! Pero llegó el invierno
y todo el ganado que andaba suelto por el campo fue encerrado en la
granja.
La zorra acababa de parir once cachorros, y se preguntó, aturdida:
–¿Qué voy a hacer ahora? ¡Ni un triste pollito encontraré por estos
alrededores!
El lobo, que había ido a felicitarla, le dijo:
–Mira, si te interesa, yo me quedaré con una de las zorritas hasta que
la haya educado bien.
Y así fue como se llevó la que más despierta le pareció.
–Ánimo, ahijada –le dijo en cuanto estuvieron en la madriguera– mañana
saldremos tempranito y empezaré por enseñarte lo que hay que hacer para
llenar la barriga. ¡Ahora, a dormir se ha dicho!
Al día siguiente, al rayar el alba, el lobo la llamó:
–¡Eh, dormilona, hay que levantarse rápido y avivarse, que tenemos mucho
trabajo por delante!
Caminaron un buen trecho y al llegar a lo alto del cerro vieron, allá
abajo, una gran casa y un abrevadero junto a los cultivos.
–Padrino –preguntó–, ¿qué es esto?
–Ay, ahijada, aquello es la granja de los Babiecas, y tienen un montón
de ganado: gallinas, conejos, cerdos, ovejas... Dentro de un rato
saldrán a tomar agua. Escucha bien, atiende y haz, paso a paso, lo que
yo te diga. ¿Ves aquel matorral? Siendo tan pequeña, podrás esconderte
allí. No hagas el menor ruido ni te muevas. Si te oyen, nos perseguirán
y no habrá banquete. Observarás cuidadosamente, y cuando veas qué
animales salen a beber, me lo vas diciendo, bajito. Después, mirarás
todo lo que yo haga.
La zorra se escondió y al cabo de un rato el lobo le avisó:
–Ya oigo ruido. ¿Qué animales salen ahora?
–¡Salen ovejas!
–No nos convienen. Mucha lana y poca carne.
–¡Salen cabras!
–No nos convienen. Mucho hueso y poca carne.
–¡Salen vacas!
–No nos convienen. Muchos cuernos y más peso.
–¡Salen yeguas y potrillos!
–Esto sí nos vendrá bien. Ahora tendrás que abrir los ojos y aprender lo
que hay que hacer.
El lobo, despacio y agachándose, se acercó al abevadero. La raposilla no
perdía detalle. Pronto, un potrillo gordo y lustroso se acercó al
abrevadero. El lobo, decidido, con las patas remueve el agua
violentamente y levanta una oleada de salpicaduras.
El potrillo, al sentir el chapoteo, cierra los ojos y el lobo, rápido,
se le echa al cuello. Con el peso, el potrillo bajó la cabeza y el lobo,
¡zas!, lo mató de un mordisco. Nadie se dio cuenta de nada y el lobo
hizo una señal a la zorrita para que saliese y lo ayudase. Entre los dos
cargaron con el pobre potrillo y a la madriguera se ha dicho.
–¿Miraste bien, ahijada? ¡Así hay que trabajar si de hartarse se trata!
Y rápidamente los dos, mordisco va, mordisco viene, comieron cuanto
quisieron y aún les sobró carne para varios días. Con la barriga llena,
se fueron a dormir.
Mientras tanto, en la granja de los Babiecas se lamentaban porque habían
notado la falta del potrillo, y decidieron vigilar con mil ojos, noche y
día.
Al día siguiente, mientras el dormilón del lobo roncaba todavía, la
pequeña zorra salió camino de su casa.
–¡Mamá, mamá! –gritó al llegar–, ya no es preciso que me quede más
tiempo con el padrino. Ya he aprendido cuanto hay que saber. ¡Llama a
mis hermanitas, lávales la cara y péinalas que vamos a ir de caza!
La raposilla, decidida, se llevó toda la manada hacia la granja de los
Babiecas y allí les explicó todo lo que tenían que hacer. Salió la
yeguada y un potrillo se acercó al abrevadero.
La zorrita, que ya estaba dentro, dio un salto y se le colgó del cuello.
Pero como no pesaba tanto como el lobo, el potrillo ni siquiera movió la
cabeza. Asustado, relinchó y coceó con fuerza. El resto de los animales,
al oír el alboroto, entre relinchos y chillidos, huyeron al galope.
La gente de la granja, pastores y labriegos, salieron disparados con
horquillas, hoces, palos y escopetas. Y persiguieron a las zorras, hijas
y madre, hasta que no dejaron una ni para muestra.
Desde aquel día, la granja cambió de nombre: Ahora se llama granja
Ojoavizor. ¿Sabes por qué? |